Antonio Ferrer Soto

Antonio Ferrer Soto (2º EE. EE.)

Mi infancia y parte de la adolescencia, transcurrió en una pequeña aldea del hermoso valle Orensano de Valdeorras. Allí, ya con temprana edad, y, quizás por el buen ejemplo de mis padres, sentí el amor de Dios. Siendo niño, mi mayor diversión era correr y jugar por verdes caminos de la aldea, donde conocí a Dios.

Recuerdo los días del precioso mes de mayo, cuando mi madre me llevaba a la capilla del pueblo para rezar la novena de la Virgen Auxiliadora, novena que con tan sólo diez años empecé yo a dirigir. Fue el artífice de esta hazaña el párroco que me bautizó, el cual me ha servido de gran ejemplo en mi vida. Fui monaguillo con muy temprana edad; esto ayudó también en mi Vocación.

Acabados los estudios obligatorios, decidí seguir cursando, después del buen consejo de mis padres, el Bachillerato, sin aclarar muy bien qué cursaría luego, aunque, en cierta forma, ya lo tenía claro. Fue la ayuda y la orientación de un buen Sacerdote la que me ayudó a aclararlo.

Cuando cursaba Bachillerato, resultó que la JMJ 2011 se celebró en Madrid. Fue en aquel entonces cuando se me propuso participar en ella. Al principio me negué, pero no del todo. Luego, por fin, me dejé convencer y fui a Madrid. Los días en Madrid previos a la JMJ fueron estupendos, pero el momento más significativo para mí fue la vigilia de oración de la noche de Cuatrovientos. Allí sentí al Señor realmente presente en la Sagrada Eucaristía y me enteré, en aquel momento, de lo que Cristo quería realmente de mí.

En realidad, no fue nada espectacular; simplemente Él me miró y yo me dejé mirar, y los miedos, las dudas que antes me planteaba, desaparecieron con su mirada. Me costó mucho dejar mi casa para venir al Seminario, pero sé que, hoy por hoy, éste es mi lugar.

Desde aquella mirada en Madrid, ya nada me resulta tan bello como Él, ni tan siquiera el hermoso valle donde me crié, al que siempre he estado tan arraigado. De la aldea, que tanto amo, algún día ya ni me acuerdo, y no es esto por desarraigo; es por cómo Él sabe llenar mi corazón.

Puedo decir ahora, sin duda, que soy afortunado por estar en el Seminario preparándome para ser Sacerdote. Esto lo digo sin alardear, más dándole gracias a Él que fue quien, gratuitamente, sin fijarse en mis miserias y amándome profundamente, me llamó a su servicio, al servicio de la Iglesia.

Aunque el camino hacia Cristo no es fácil y tiene dificultades, merece la pena. Merece la pena vivir y obrar constantemente por Él. Merece la pena dar la vida al servicio y entregar toda tu existencia al hermano. Merece la pena saber que en el hermano está Cristo. Y, sin duda, merece la pena renunciar a todo por Él, como Él renunció a la vida por nosotros.

Desde que he descubierto su mirada, ya no temo nada; sólo temo olvidarme de la alegría de esa mirada.